Imaginemos por un momento:

Desde que se levantó, el café le supo raro. La boca le sabía a óxido. El frío hacia que las cosas quedarán suspendidas, atrapadas, flotando. Salió al patio, y sus dos perros, no le hicieron caso, se escabulleron. La rareza de la mañana la sentía en las manos. Siguió caminando por la calle, al final, con el último paso que dio una vara de kiote quedó a sus pies. La tomó con la mano derecha, estaba fría, dura, se incluyó la izquierda para calcular algo, cualquier cosa que se pudiera calcular de una vara de madera. Sus ojos se posaron sobre ella, y sin más, de un sablazo, hizo una línea en la tierra. Pasaron algunos segundos, algunos ladridos esporádicos que se hicieron continuos y cercanos. De pronto el estruendo. De pronto, la isla que no era isla se hizo. El Tony, vivía en Guerrero Negro, desde siempre. Guerrero Negro era ahora el epicentro, la fractura, el desprendimiento de la tierra, la isla que no era isla se hizo isla. La península se rompió.

Terminemos de imaginar:

No puedo negar que la imagen que trato de ponerle en su cabeza con el texto de arriba es una apropiación burda de la idea principal de la novela de José Saramago “La Balsa de Piedra”, pero que tal, si de pronto, el estado se desprende de la península, que tal si por obra y gracia de quien sea deidad o naturaleza nos lanzamos a la deriva territorial, y nos vamos a la zozobra geográfica, al fin que para organizar elecciones, el estado se pinta solo, nos encanta, somos bien grilleros.

Hay que terminar de leer la novela para darnos una idea de lo que le sucede a la península Ibérica, sería lo más cercano a lo que nos podría pasar. Ser insulares, pero ¿Qué no ya lo somos? ¿Qué no nos tratan como isla?, ¿Qué no somos una isla con una protuberancia llamado México? ¿Qué no fuimos durante mucho tiempo el destino de los políticos castigados por mal portados, ¿Qué no fuimos la isla llena de mujeres salvajes? ¿Qué no fuimos la tierra rodeada de mar? A todas las preguntas un sí de respuesta, pero un no, como callejón sin salida.

Puedes también leer la opinión de Armando Sánchez Salcido, en «Molinos de Viento»: https://metropolimx.com/bajo-sospecha-el-catastro-de-los-cabos/

Sí lo fuimos, éramos una isla, hasta que la disciplina y la obsesión de cartografiar la tierra, de ordenarla en mapas y administrar los destinos, descubrió que la protuberancia no es México, sino más bien la tripa que cuelga chapoteando entre el Pacífico y el Mar de Cortes éramos nosotros. ¡Vaya fiasco!

Así como mi Tony, personaje ficticio, que de un sablazo con una vara de kiote, separa el estado mutilando el “cardón umbilical” que tanto nos ha marcado, somos “semiinsulares”, para unas cosas sí, pero para otras no; harto, mi Tony, personaje ficticio, cortó ese “semi” para deshacernos del “pen” y hacernos insulares.

Debo confesar que, durante muchos años, me quejé de esa condición: ¿Por qué no hay este libro? o ¿Por qué no hay esos tenis? o ¿Por qué tengo que esperar dos meses a que lleguen mis revistas? o ¿Por qué no hay más estilos de esa playera?

Y así mi adolescencia como la de muchos, hoy me doy cuenta de que esa condición nos hace únicos, diferentes a los del macizo, maciza realidad 36 años después, me siento tan orgulloso de que mi Tony, personaje ficticio, haya amputado nuestros miedos, con ese sablazo de kiote, un “kiotazo”. ¿saben por qué?

Por qué ese aislamiento nos ha llevado a ser unos de los estados con los mayores índices de crecimiento económico, de reducción de pobreza, en promedio mejores salarios, el mejor destino de inversiones y del dinero de millones de turistas, y de toda esa cantaleta “floripondia” que retumban en los discursos políticos, y ¿sabe qué? Es cierto.

Si hay mucho trabajo, y todavía mucha desigualdad, por que así como el aislamiento nos favorece también nos perjudica; como florete enterrado tres palmos sobre la arteria coronaria, el año pasado el sistema eléctrico tronó sin más y el aislamiento, eso que nos hacía felices nos cacheteo duro, se agrió como una úlcera masiva; o hacen algo o regresan a los “modus vivendi” Pericú o Chochimí; entre apagones y una dosis automedicada de “tums” viví esos días de septiembre, o hacemos algo o la misantropía será generalizada.

Quizá veo demasiadas películas, pero el periodo que va del 2014 al 2018, lo bautice -no con ánimos de alarmar sino más bien de describir- como “los días de bala”, eran días de sangre y plomo, despachado por comandos de la muerte que se disputaban las cuadras, distritos y callejones de las ciudades del estado; podemos olvidar pero la sangre es muy difícil de quitar, de esos días, queda solo un rumor, quedito, que se ve lejos, a ultramar, en otros estados que hoy viven lo que vivimos: las mataderas, las balaceras, la drogadicción, y la maldita plaga de muerte que trae consigo la corrupción de la droga.

Este enemigo, llegó para quedarse, el aislamiento nos mantuvo alejados, pero el mismo aislamiento también nos condenó a vivir esos días, que han quedado en el mal recuerdo, no dudo que la explicación de esos días sea más técnica que anecdótica; pero vaya que el villano se asentó en el estado, conformó sus comandos con locales, luego los locales suplieron a los ultramarinos, y la lucha al día de hoy es mas clandestina que pública, está allí, pero no la vemos o más bien no la queremos ver.

Somos insulares, somos peninsulares quebrados, lo somos, es una condición que se diluye como la espuma, que para muchos es sinónimo de desventaja, pero no lo es, es un grito de batallas que a veces es silencioso; eso somos, y es que ahora, desde la ínsula, se preside la mesa de los premieres estatales, el de nuestra ínsula, asumió la presidencia de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO), hoy la ínsula es centro y cabeza, hoy desde la península se emite la luz del faro de los destinos del país.

El faro es una metáfora dual, no solo es la torre de guía y que da seguridad a los marinos, sino también es el de la locura. En el siglo 18, no había tecnología que mantuviera girando los sistemas rotativos de reflectores para que la luz hiciera sus rondines entre la niebla y la oscuridad; el sistema debía operar bajo el mando de operadores que suministraban el combustible que mantenía girando todo el sistema.

Los operadores debían pasar temporadas que se extendían a la buena de dios, aislados del mundo, habitando una porciones ridícula de tierra, la locura se hacía presente rápido, inclusive, la historia de locura fue recientemente llevada al cine con la película El Faro, en el cual un joven operador -Robert Pattisón- releva el turno, y es recibido por su compañero, un excéntrico, y fuera de sí -Willem Dafoe- quien va y viene entrando y saliendo entre la realidad y la locura.

Baja California Sur, se podría convertir en el faro de las políticas públicas, luego de que en casi todos los indicadores fuimos el ejemplo de que las cosas pueden funcionar cuando hay coordinación, entendimiento y concordia entre las autoridades, haber cuanto dura.

 

 

 

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